martes, 21 de septiembre de 2010

La enseñanza de la excelencia

La enseñanza de la excelencia no se separa de la contención en libertad, por Marite Corbella, promocion '70



Como ex - alumna del “Carlos Pellegrini” y como profesora de los dos “Colegios de la Patria” durante muchos años, creo tener una perspectiva bastante amplia de lo que sucedió y sucede en nuestras aulas y pretendo con esta nota poner por escrito pensamientos comunes a muchos docentes y padres de mi generación con los que hablo permanentemente sobre el tema.

La problemática en el Buenos Aires y en nuestra escuela es tan especial que los docentes de nuestros colegios solemos compartir nuestras experiencias en ámbitos cerrados y exclusivos como los de las JEMU (Jornadas de Educación Media Universitaria) que convoca sólo a los establecimientos secundarios que dependen de las universidades de todo el país (por ejemplo, el Monserrat, en Córdoba es como el Buenos Aires y el Manuel Belgrano, como nuestro amado Charly).
Es que lo que pasa en nuestras aulas, siendo tan parecido a lo de otros colegios, tiene además esa modalidad especial que reconocemos los de adentro, los que estuvimos y estamos siempre cerca de ellas.

Primera parte: Excelencia académica + contención afectiva y efectiva

Surgí a la docencia en el 85, cuando la recién re – estrenada democracia nos ponía el alma en vuelo a profesores y alumnos que sentíamos –como toda generación que ha nacido o se ha criado bajo regímenes dictatoriales- que un horizonte sin límites se abría ante nuestras necesidades de experimentación. En aquellos años todo desmadre disciplinario era “conversado” y no sancionado directamente, los alumnos se atrevían a cuestionar contenidos y metodologías y los profesores más jóvenes los acompañábamos en su descubrimiento de posibilidades intelectuales, compartiendo muchas veces algunas de sus posturas, llevándolos al teatro fuera del horario de clase, dándoles un lugar privilegiado en nuestra vida y en nuestra casa que se poblaba los fines de semana con sus voces juveniles y sus tristezas y alegrías.
Sin embargo, era tal la conciencia de parte de ellos y de nosotros de que ésta era una conquista duramente conseguida, que se pudo lograr que la algarabía y el amor no entorpeciesen la marcha del proceso académico. Así, algunas veces tuve chicos en diciembre y hasta algunos en marzo que entendían que la justicia y el cariño podían ser administrados al mismo tiempo y que en esta vida, más allá de nuestros colegios, existen los premios y los castigos y que uno debe hacerse cargo de sus propios desaciertos. Lo sentí así en las conversaciones con las madres, en los alumnos que al año siguiente entraban en las aulas del año anterior para darme un beso y decirles a los más chicos que disfrutaran el año pero que estudiaran; lo sentí así cuando una “huevada” espectacular de fin de año se abrió ante mí porque era yo, “la profe” y no querían ensuciarme.
Muchas veces, ante las quejas de otros profesores por la indisciplina de sus aulas, me pregunté por qué a mí no me pasaba. Y de a poco fui entendiendo por qué a los docentes nos comparan con los padres: esa rara combinación, ese difícil equilibro entre autoridad y amor podía ser logrado pero casi siempre se parecía al milagro. Recordé qué cosas me habían parecido injustas como alumna y recordé que nunca había odiado a un profesor por el esfuerzo que me demandaba sino por las injusticias que podían llegar de su parte. Recordé que no había respetado a los “chantas”, a los que preparaban la clase en un boleto de colectivo, antes de llegar al colegio, por más que regalaran nota. Me di cuenta de que, sin proponermelo racionalmente , había tratado de parecerme a mis profesores amados, a Susy Sobarrojo, a Rosario Salerno, a Osvaldo Giorno.
Y así, de mi lado los chicos habían encontrado demanda de esfuerzo pero también una propuesta clara y límites precisos: nunca dejé de preparar una clase, con la bibliografía que correspondiese aunque la hubiera dado mil veces; nunca tomé pruebas u orales “sorpresa”, nunca mezclé lo académico con lo disciplinario: hasta el chico más arisco o revoltoso podía tener 10 de promedio si se lo ganaba con su rendimiento escolar. Me di cuenta de que los chicos más jóvenes no eran tan diferentes de los de mi generación y apreciaban las mismas cosas, sabían diferenciar y agradecían el esfuerzo, retribuían el cariño, necesitaban el amparo del que sabe y el límite del adulto para sentirse contenido.

Segunda parte: siempre excelencia académica + una contención problemática

Este panorama ideal funcionó para mi satisfacción y creo que para el legítimo interés de padres y alumnos hasta la última parte de la década del 90. Lentamente las generaciones que no conocieron la dictadura asumieron como derechos las conquistas y pidieron más. Esto que debió ser un proceso natural devino, por obra y gracia de los avatares de una política criolla corrupta y desesperanzadora, en una debacle moral colectiva que nos afectó profundamente como sociedad y cambió las pautas de las relaciones entre los adultos (léase padres y educadores, entre los más afectados) y las jóvenes generaciones. Acostumbrados a ver en su entorno familiar y social que el esfuerzo no era premiado y que, incluso en las más altas esferas, el “piola”, el “canchero” era el que robaba y no iba preso, empezaron el cambio de costumbres que hoy nos preocupa tanto, al punto tal que este tema es el que nos está convocando para escribir sobre él.
Los profesores hoy sabemos que, en general, ya no es posible trabajar con el grado de acercamiento de los 80 con los chicos, bajo pena de quedar como un profesor débil. Las charlas ideológicas en el sentido más profundo y que antes enriquecían las clases, en muchos casos hoy son aprovechadas para perder tiempo de clase y “que se vaya la hora” ante la ingenuidad o el “despiste” del docente a cargo.
Los profesores nos hemos ido corriendo porque los chicos ya no necesitan que les demos el espacio: lo tienen y están empujando sobre el nuestro.
En ese lugar es donde nos encontramos ahora, trabajando y tratando de reencontrar ese delicado equilibrio, aquel compromiso tácito que se debilitó desde la sociedad misma. Continuamente los padres nos plantean problemas similares: se sienten inermes para ejercer una autoridad que, si pretende ser firme, aun en beneficio de los chicos, es atacada desde las maneras más solapadas de la resistencia hasta el acto violento de la confrontación directa y si busca cumplir el rol de “padre amigo”, tan auspiciado por las revistas educativas de los 70, puede caer en un muchachismo demagógico, tan nefasto para los mismos hijos.
¿Qué hacer, entonces? Padres y educadores queremos lo mejor para ellos, pero los chicos, siguiendo un patrón común a tantos programas de TV que se burlan de todo y de todos, parecen estar más allá de la mayoría de nuestros consejos sin reparar en que su ignorancia de la vida y de los temas académicos les impide reírse de sus padres y maestros hasta –por lo menos- saber tanto como ellos.
Y acá estamos, padres y docentes transitando el duro camino de esta etapa en que todos opinamos, nos desesperamos, tratamos de adaptarnos, nos rebelamos. Todos tenemos un objetivo y mientras éste esté claro y seguro en nuestro horizonte, vamos por un buen camino: no bajemos los brazos.
Nuestros colegios siguen siendo la mejor opción de excelencia académica. Pienso en mí, cuando alumna recién ingresada, escuché el discurso de bienvenida de Biolcatti donde se nos aclaraba a los niños de 13 años que en el vestíbulo de la escuela había un perchero imaginario y que, cuando traspasábamos las puertas y pasábamos por allí, debíamos dejar colgadas nuestras excusas por no haber hecho la labor encomendada. Pienso en mí más adelante, que sin saber nada de Latín como los del Nacional, me recibí con diploma de honor en la Facultad de Letras de la UBA y que cuando me preguntaron si había ido al Buenos Aires, por las notas que obtenía y ante su extrañeza por mi contestación, les aclaré: “A mí el Pellegrini no me enseñó Latín: me dio las herramientas para aprender cualquier disciplina y para terminar todo lo que emprendo.” La misma respuesta que di cuando gané la titularidad de mi cátedra del Nacional Buenos Aires, después de un duro concurso.
Creo personalmente que es falsa la opción: “Enseñanza de la excelencia, enseñanza de la contención”. Se debe enseñar la excelencia, partiendo de la base de la propia y del trabajo palpable, reconocible de clase, pero no se puede enseñar sin contención afectiva.
Quizás sea hora de que los alumnos sepan que nosotros, los adultos, también la necesitamos y que nos devuelvan, con su mirada atenta e inteligente y sus logros académicos y vitales, tanto esfuerzo.

Mrite Corbella
Compañera Promocion 70
Profesora de Castellano

No hay comentarios:

Publicar un comentario